Recuerdo como si fuera ayer mismo mi primer viaje a Holanda,
una tormenta emociones inundaban mi cabeza al mismo tiempo que mi madre
lloraba, era la primera vez que viajaba por motivos laborales y no sabía muy
bien a que me dirigía. El primer contacto con el idioma de destino lo tuve en
el avión pues la compañía era holandesa al igual que sus azafatas. Si tuviera que
describir el neerlandés diría que el mismo pato donal se introdujo en aquellas personas
para fundar
una mezcla idiomática de inglés y alemán. El abismal aeropuerto de Shipol me resulto una mezcla cosmopolita de humanidad
donde la nacionalidad era único factor común. Nada más recoger la maleta me encontré con la Rafa, un sevillano de avanzada edad, positivo risueño, gracioso y con un ligero
olor a tabaco y cerveza. Me explico que la escala piramidal del proletariado extranjero en Holanda ponía
a los españoles en el último lugar. En el top estaban los dueños y jefes que
resultaban ser holandeses, debajo de ellos
se situaban los gerentes mayormente polacos y en último lugar los trabajadores con una abrumadora
mayoría de polacos frente a los españoles, rumanos y demás nacionalidades. Había
anochecido y lo único que pude ver sobre el lugar donde me iba a alojar era un
cartel donde ponía: Landal.
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